Cuando te detenés a ver el mundo, a observar la belleza que te rodea, cuando te reís hasta no poder más con tus amigos, cuando hacés lo que amás hacer, cuando viajás a un lugar que no conocés, cuando se te acelera el corazón ante una mirada, cuando amás, te sentís vivo.
Pero no sólo la felicidad te hace sentir vivo, a veces hace falta vivir una experiencia espantosa y traumática para valorar la vida, para verla de otro modo. También es sentirse vivo saber que dejás un testimonio de tu vida, saber que cuando ya no estés físicamente, algo de vos seguirá vivo en los que vendrán.
Yo no quiero llegar al último minuto de mi vida y darme cuenta de que no viví. No quiero irme de este mundo sin sentir que aproveché al máximo cada instante, porque después será demasiado tarde para hacer lo que no hice cuando pude.
¿A dónde va lo que querés hacer y no hacés, lo que querés decir y no decís? ¿A dónde va lo que no te permitís sentir?
Nos gustaría que lo que no decimos caiga en el olvido, pero la verdad es que esas palabras se nos acumulan en el cuerpo, nos llenan el alma de gritos mudos, se transforman en insomnio, en dolor de garganta. Lo que no decimos se transforma en nostalgia, en destiempo, en error, en deuda, en asignatura pendiente. Se transforma en insatisfacción, en tristeza, en frustración. Esas palabras no mueren, nos matan. No quiero darme cuenta de que esa fue la causa de mi muerte cuando ya esté bajo tierra.
Lo que no decimos se transforma en herida abierta.
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